Recorrer los iconos es una verdadera clase de teología
El mundo bizantino al representar la navidad pone el acento sobre la inefable autolimitación de Aquel que no conoce límite alguno. En María, la creatura da a luz a su propio Creador. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. La filantropía divina culmina en la deificación del hombre.
Destaca en el ícono del Nacimiento la GRUTA NEGRA en que el niño recién nacido es ubicado. El mundo estaba en tinieblas, pero ahora “la luz resplandece en las tinieblas” (Jn 1,5). El triángulo sombrío y tenebroso de la gruta representa la tierra no redimida, y más aún los abismos del infierno, en donde Cristo se sumergiría después de su muerte. Cristo ha nacido en el fondo abismal de la desgracia humana, en la sombra de la muerte. La Navidad inclina los cielos hasta los infiernos.
Las fajas blancas que envuelven al Niño se parecen a los lienzos mortuorios con que el icono de la Resurrección lo muestra a Cristo saliendo de la tumba: si el Verbo se hizo carne fue para tener una materia que ofrecer en el altar de la cruz. El Niño de Belén ya es el varón de dolores.
De lo alto cae un rayo de luz. Es UNO como lo es Dios, pero al pasar por la estrella se TRIFURCA, aludiendo a la Trinidad, que desciende sobre la Madre y sobre el Hijo. “El Espíritu Santo vendrá sobre ti” (Lc 1,35).
Los magos son los que representan a las naciones. Si los pastores simbolizan a Israel, los magos figuran a los gentiles. La Navidad aparece como punto de encuentro de todos los pueblos de la tierra.
La escena del baño del Niño recién nacido, sentado en la falda de la partera Salomé, indica que Cristo no es un hombre aparente sino absolutamente real. Al mismo tiempo parece contener una alusión al bautismo ya que la bañera tiene la forma de una fuente bautismal.
En la composición del icono, el personaje central es la Madre de Dios que, fuera de la gruta, predomina majestuosa. Extendida sobre un manto rojo, revestida de la púrpura imperial, luego de haber dado a luz a su hijo, apoyando la cabeza sobre una mano, se vuelve hacia nosotros, cual si estuviera meditando el conjunto del misterio de la Encarnación, en donde ella, como flor de la humanidad, nos representó a todos consintiendo a la invitación del ángel, y convirtiéndose en madre de la Iglesia. “María conservaba todas esas palabras y las meditaba en su corazón” (Lc 2, 19). Todos los personajes del icono la rodean cual Emperatriz y Theotokos, al modo de una corona.
Varios ángeles se hacen presente en la imagen. El ángeles que mira hacia arriba está en oración y alabanza incesante a Dios, representa a los ángeles de la liturgia celestial que cantan: “Gloria a Dios en las alturas”. El que mira hacia los pastores, es el servidor de lo humano, el ángel que anuncia la Navidad y proclama: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Y está también el que se inclina en actitud de adoración al niño recién nacido.
En el ángulo izquierdo inferior se encuentra San José, sumido en profunda meditación. Visiblemente aparte, muestra que no es el padre carnal del Niño. Se lo representa en un momento de tentación. El diablo, vestido de pastor, le insinúa dudas sobre la virginidad de María. El núcleo de la tentación, que ha sido llamada “la tempestad que está en el corazón” es la siguiente: “Así como este bastón seco no puede producir follaje, una virgen no puede dar a luz”. En el rostro de José se reconoce el drama universal de la historia humana ya que sobre el argumento del pastor se basa toda la crítica del racionalismo a lo largo de los siglos.
Los numerosos árboles y plantas ilustran la afirmación: “El que con su mano poderosa creó el mundo, aparece como el corazón de su creación” (Primer Canon, Oda III) La Navidad es también una fiesta del cosmos: “Hoy se unen el cielo y la tierra. Que toda la creación dance y se estremezca. Hoy Dios ha venido a la tierra y el hombre se ha elevado a los cielos” (Himno de la Liturgia).
En el icono de la Navidad cada una de las criaturas le aporta al Señor su gratitud: los ángeles, su canto; los cielos, la estrella; los Magos, sus dones; los pastores, su adoración; la tierra, su gruta; el desierto, su pesebre; y los hombre, ofrecen a su Madre Virgen.
Texto tomado de «El ICONO. Esplendor de lo sagrado» (Sáenz, A. 1997)