Jenny Daleenord, El publicano y el fariseo. Biblia alemana
Lecturas: Sir 35, 12-14, 16-18; 2 Tim 4, 6-8, 16-18; Lc 18,9-14
La Palabra de Dios ilumina nuestras consciencias; también debe guiar nuestro actuar. Cuando estudiamos las parábolas de Jesús somos desafiados a repensar nuestra manera de ver las cosas. Estas parábolas emiten una luz sobre nosotros y nuestra relación con Dios. Si las escuchamos con el corazón abierto, eliminan resistencias para que podamos abrirnos a la luz de Dios. Las parábolas son una invitación apremiante a pasar de una manera convencional de pensar, a una nueva visión, llena de luz y libertad. Sus parábolas chocan y hacen pensar; penetran el corazón y nos invitan a abrirnos a la verdad que Dios revela. No somos puros espectadores de la escena, sino más bien Jesús nos invita a vernos a nosotros mismos en la parábola y dejarnos transformar por su fuerza.
La parábola que el Evangelio relata hoy, estaba dirigida a «algunos que estaban convencidos de ser justos y que despreciaban a los demás.” Con honestidad, debemos reconocer que nos justificamos muy fácilmente; y a veces miramos en menos a otros.
Esta parábola tiene que haber chocado a sus oyentes. La conclusión es bien desconcertante.
El fariseo y el publicano tenían algo en común. Los dos subieron al templo. Los dos querían orar, ponerse en presencia de Dios. El fariseo se miraba a sí mismo; mientras el publicanos se ubicó bajo la mirada de Dios. El fariseo ora de pie; está seguro y sin temor. Dice la verdad: cumple hasta los detalles de la ley. Habla a Dios de sí mismo, de su propia vida religiosa. Todo lo hace bien: ayunos y los diezmos. Su conciencia no le acusa de ningún pecado. Era considerado santo por sus compañeros. Pero vive en la ilusión de inocencia total. No dice nada de obras de caridad y compasión hacia los últimos. Es su pecado de omisión.
En cambio el publicando era un pecador y se reconoce como tal. Se queda atrás; no se siente cómodo en ese lugar santo. Ni se atreve levantar los ojos del suelo. Solamente ora desde lo más hondo de su alma: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador.»
Jesús concluye: «Les digo que éste bajó a su casa justificado; aquel no.» Jesús anuncia el principio que debe predominar en nuestra relación con Dios: «Todo el que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido.»
También hemos escuchado la primera lectura. «Dios escucha la súplica del oprimido; no desoye la plegaria del huérfano, ni de la viuda, cuando expone su queja.» Los huérfanos y viudas eran las personas más vulnerables en ese tiempo.
El Papa Francisco ha hablado de los descartados de la sociedad. Cada persona es importante. Es hijo de Dios. En la carta de Santiago, leemos: «Una religión pura e intachable a los ojos de Dios Padre consiste cuidar de huérfanos y viudas en su necesidad y en no dejarse contaminar por el mundo.»
Hay muchas teorías sobre la causa (o las causas) de lo que estamos sufriendo en nuestro país. Es cierto que haya una desigualdad demasiado notable en Chile. Hemos perdido el sentido de solidaridad y amor fraterno.
Recién vi un cita de María Montessori: «Todo el mundo habla de paz, pero nadie educa para la paz. La gente educa para la competencia y esta es el principio de cualquier guerra. Cuando eduquemos para cooperar y ser solidarios unos con otros, entonces estaremos educando para la paz.» Parece que esta es la raíz de lo que ha pasado. Es una crisis moral que vivimos ahora. Somos demasiado individualistas.
¿Quién puede decir que haya hecho todo lo que tiene que haber hecho? Por eso necesitamos repetir la oración del publicano a menudo: «Oh Dios, ten compasión de mí, que soy pecador.» Todos somos pobres criaturas; dependemos de la gracia de Dios en todo. Delante de Dios, nadie puede justificarse a sí mismo. Somos salvados por la gracia gratuita de Dios. Esta es una muy buena Noticia, revelada en este Evangelio.
En esta Eucaristía, pidamos a Dios Padre, por Jesucristo, que nos reeduque para la paz.
P. Jorge Peterson, OCSO
Monje Trapense del Monasterio Santa María de Miraflores, Rancagua