Fotografía: Monasterio de la Asunción

Lecturas: Sir 3, 17-18, 20, 28-29; Hb 12, 18-19, 22-24; Lc. 14, 1, 7-14

         La Palabra de Dios es un antídoto a nuestras enfermedades espirituales. Dos lecturas de esta Misa hablan de la humildad. Nuestra sociedad no aprecia, mucho menos cultiva, la humildad. Vivimos en un ambiente de mucha apariencia, mucha competencia, mucho individualismo, poca transparencia.

 La primera palabra que Dios nos regala en esta Eucaristía es del libro de Eclesiástico: «Hijo mío, en todo lo que hagas, actúa con humildad y te querrán más que al hombre generoso.» Realmente, una persona auténticamente humilde es muy agradable, es de fácil trato; a largo plazo, gana el aprecio de muchas personas. El texto añade: «Cuánto más importante seas, más humilde debes ser y alcanzarás el favor de Dios porque… Dios revela sus secretos a los humildes.» En estas pocas palabras, se puede encontrar mucha sabiduría. Jesús es el mejor ejemplo: Era Dios pero como hombre, vivía una vida escondida como hijo del carpintero; luego anunciando el Reino de Dios, iba de un lado al otro, manifestando a Dios como Padre, cercano a los pequeños, a los enfermos, sanando y liberándolos de los espíritus malos. Su manera de enseñar era muy diferente que los maestros religiosos que creó la oposición de las autoridades; fiel hasta ser condenado a la muerte de Cruz, por amor a nosotros. Nos muestra que la mansedumbre es la virtud de los fuertes.

En el Evangelio de hoy Jesús nos dirige al último asiento. En realidad, allí nadie le va a envidiar. La humildad no es pretensiosa. Somos lo que somos a los ojos de Dios, ni más ni menos. Jesús nos recuerda algo importante: «El que se engrandece, será humillado; y quien se humilla, será engrandecido.» ¡Es paradójico para nuestra mentalidad moderna! En nuestra sociedad cada uno busca sobresalir de los demás: ser más rico, ser más instruido, o más atractivo, más alabado, más exitoso, etc. Siempre intentando aparentar más que los otros. ¡Pura apariencia! Todo lo opuesto de la humildad.

Tomando consciencia de la gratuidad del amor de Dios, la humildad brota espontáneamente. Dios nos formó del polvo de la tierra. Somos polvo, humus. Sopló en Adán el soplo de vida. Comunicó al hombre su Espíritu Santo. Este Espíritu es fuente de

vida – no solamente la vida del cuerpo, sino es la impronta de la imagen y semejanza de Dios en el hombre. Nos regaló una nobleza. Somos capaces de Dios. Nos regala el libre albedrío; somos superiores que los otros animales. Podemos elegir amar libremente; entregar lo mejor de nosotros mismos por y con amor. En esto somos semejantes a Dios mismo.

 Este amor de Dios es no solamente la base de nuestra nobleza; también es el fundamento de nuestra humildad. S. Pablo insiste en esto: «¿Quién te declara superior? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?» Recibimos el don de la vida gratuitamente. Este incluye todo lo que somos y todos nuestros talentos y capacidades. Con nuestra libertad podemos usar estos dones para el bien o para el mal. Para el bien necesitamos la ayuda de la gracia de Dios. Jesús decía: «Sin Mí no pueden hacer nada.» Es decir, nada para la vida eterna. Por el otro lado, S. Pablo expresó su experiencia de la gracia de Dios: «Con Él que me conforta, puedo todo.» Al fin de cuentas, lo único que tengo que es mío es mi pecado. Todo el bien que puede y debo hacer es don de Dios. Somos sus servidores. Con su ayuda queremos ser fieles servidores.

 Demos gracias por todo que nos ha regalado y pidamos la gracia de ser fieles a su gracia en todas las etapas de nuestras vidas.

Jorge Peterson, OCSO
Monje Trapense del Monasterio de S. María de Miraflores