Lecturas: Is 43, 16-21; Flp 3, 8-14; Jn 8, 1-11

         Cuando celebramos los Misterios de Jesús, recibimos gracias especiales. En la Liturgia el Señor se hace presente. Nos instruye y fortalece con su Palabra y con su cercanía en la Comunión Eucarística. Acerquémonos hoy al trono de la gracia con la mente abierta y el corazón bien dispuesto.

         Al final de la lectura de Isaías, Dios apunta a lo que espera de la Iglesia: «El pueblo que yo formé para que proclamara mi alabanza.» Siempre y en todo lugar podemos alabar a Dios por las maravillas de la creación, y por las maravillas más grandes de nuestra salvación. También por lo que está suscitando en su pueblo hoy aquí en nuestro país. Es necesario mirar más allá de lo sensacional y superficial para detectar el bien que Dios nos está regalando. Nos da nuevas oportunidades para mejorar nuestras propias vidas y animar a otros también. Dios sabe sacar bien de todo.

         El texto de Isaías comienza: «Miren, yo realizo algo nuevo, que está brotando, ¿no la notan?» Siempre Dios nos llama y urge a avanzar en nuestras vidas cristianas. A esto, S. Pablo apunta en la segunda lectura. Su gran deseo era «conocer a Cristo y sentir en sí el poder de su Resurrección«. Nosotros también queremos conocer de cerca a Cristo y vivir de la fuerza de su Resurrección. Para esto reconocemos que tenemos que tomar parte en sus sufrimientos y configurarnos con su muerte. Esto es posible solamente por su gracia. De allí brota una esperanza de vida nueva. Estamos en camino. Con S. Pablo podemos «olvidar lo que queda atrás y esforzarnos a lo que hay por delante y correr hacia la meta.

         El Señor Jesús siempre está esperándonos con los brazos de su misericordia abiertos. En el Evangelio, la pobre mujer estaba en una dramática situación, sin ninguna salida previsible.

         Al comienza ella está en el medio; los ojos de todos están mirándola, condenándola a la muerte segura. La Ley era clara: tenía que ser apedreada. Sus acusadores la trajeron a Jesús, para cumplir la Ley y al mismo tiempo o acusar a Jesús o sujetarle a Él a sus fines. Desacreditarlo.

         Jesús evaluó bien la situación. Con una habilidad preciosa manejaba la situación. Todos estaba mirando a la mujer. Él empezó a escribir en el suelo. Así las miradas se fijaron en la punta de su dedo. Ellos insistían: «¿Qué dices tú?» El se incorporó. Así sus ojos se fijaron en Jesús mismo. Él les dice: «El que no tiene pecado, arroja la primera piedra.» Así ellos tenían que mirar a sí mismas, a su propio pecado. Empezaron a retirarse, empezando con los más viejos. Ahora Jesús miraba a la mujer: «¿Nadie te ha condenado?» Ella se atrevía levantar su mirada; miró a los ojos de Jesús. «Nadie, Señor.» Entonces Jesús la miró con ternura y le dijo: «Tampoco Yo te condeno.» Le dio la absolución. Podemos percibir el alivio inesperado que experimentó la mujer. Quien se encuentra con Jesús no es condenado sino salvado. La liberó del ridículo, la maldición, y de la difamación públicos. Con su bondad y delicadeza la renovó; hizo posible una vida nueva, liberada del pecado. «Anda», sigue su camino pero no peca más. El Dios santo no es indiferente al pecado, pero quiere sanar y liberar a las personas, no condenarlas.

         La actitud de Jesús frente a la adultera  revela como es Dios; como el Padre mira a sus hijos heridas y débiles. Él capta nuestra debilidad; con delicadeza mira al fondo a la persona; debajo de la basura, conoce el su anhelo más profundo de ser liberada de las debilidades. Su amor misericordioso sanó nuestra miseria.

         En el sacramento de la Confesión, Él quiere liberarnos de nuestros pecados y renovar nuestra unión con Él en la Eucaristía. En verdad, debemos proclamar su alabanza siempre. «Él recibe los pecadores y come con ellos.»     

P. Jorge Peterson, OCSO
Monje Trapense del Monasterio Santa María de Miraflores