Lo que nos cuenta una joven que vive por primera vez la Navidad en el Monasterio, lejos de su MUNDO Y SU FAMILIA y que ha descubierto el valor de la liturgia.

Llevo 9 meses en el monasterio y puedo decir que nada ha sido como lo esperaba pues Dios siempre ha superado mis expectativas. La vida monástica me ha permitido entrar cada vez con mayor profundidad en los misterios que celebramos. Aun cuando en Santiago me esforzaba por vivir la vida en sintonía con lo que litúrgicamente se estaba celebrando, la vorágine de la vida cotidiana me sacaba del centro, y mientras afuera todo empujaba a distraerme aquí todo ayuda a concentrarme.

El Adviento comenzó para mí con una tremenda noticia: a mi mamá le encontraron cáncer. El tiempo de espera propio de adviento lo viví en mi propia carne mientras esperábamos la operación de mi mamá, y estando yo por primera vez, lejos. Cada semana de Adviento, mientras en nombre de la Iglesia, a través de la Liturgia, le rogábamos a Dios que viniera, yo lo pedía para el mundo, para mi familia y para mi vida. De este modo comprendí que la Liturgia no es solo un memorial sino que asume toda la vida de quien la celebra.

En la última semana de Adviento, la liturgia va intensificando esta súplica, con lo que aquí en el monasterio se llama tradicionalmente las antífonas O. Estas corresponden a la antífona del Magníficat y son invocaciones con los distintos “títulos” referidos al Mesías para invocarlo y apresurar su venida. Verdaderamente fue experimentar en mi propia vida el eco de Juan el Bautista, pues nosotras también éramos una voz que desde el desierto gritaba: “Preparen el camino al Señor”.

Al pensar que perdería a mi mamá y verla “nacer de nuevo” después de su operación, que salió en todo mejor de lo que esperábamos, comprendí que Navidad era el nacimiento del Hijo de Dios, pero también la oportunidad de nacer de nuevo para todos. Fui testigo de la nueva vida que le dio a mi mamá, a mi papá y a mis hermanos. Navidad es el nacimiento de Aquel que hace nueva todas las cosas.

Por eso, al celebrar el Nacimiento del Señor, se intensificó en mí el deseo de ofrecer toda la liturgia por aquellos que necesitan la luz de Dios en sus vidas, esa luz que nace en medio de las tinieblas. Navidad no era solamente para mí o para el Monasterio, Navidad era para todos. Y en la liturgia debían de estar presente: los que esa noche la pasarían solos en los hospitales, en las cárceles, en la calle, en la droga, el alcohol, los inmigrantes que por primera vez iban a pasarla separados de sus familias, y toda persona que por cualquier motivo externo o interno se sintiera solo esa noche, pues nadie debía sentirse triste cuando el Hijo de Dios nace para todos. Por eso, cada oración de nuestra liturgia, las VIGILIAS de esa noche, la KALENDA que anunciaba el Nacimiento de Jesús, los CANTOS, los SALMOS, todo lo que hacíamos, tenía sentido solo si en ella ofrecíamos y presentábamos ante Dios, no solo a quienes estábamos allí presentes, sino sobre todo, a aquellos que no lo estaban.

Ahora que estamos celebrando la OCTAVA de NAVIDAD, y a la espera de la gran fiesta de la EPIFANÍA pienso cual será el INCIENSO, el ORO y la MIRRA que presentaré al Señor, y no se me ocurre, pues solo pienso en la frase del salmo 115 “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?” ¿Acaso puedo darle algo que Él antes no me haya dado? ¿Acaso Él espera algo de mí cuando cada día en el Monasterio desde que entré, he comprendido que su amor es tan real y verdadero que nunca espera algo a cambio? Aunque en mis padres siempre vi un reflejo de ese amor, la verdad es que no estamos acostumbrados a un amor que no negocia, que no calcula, que no pone condiciones para darse. Pero El es así, Dios es amor. Lo que recibí desde niña en mi familia hoy lo vivo en plenitud.

Por eso aunque se me ocurran mil ofrendas que llevar ante Él para adorarlo en su Epifanía pienso que no me queda más que ofrecerle mi propia vida, para que Él siga haciendo conmigo lo que Él quiera, y me siga conduciendo para amarlo y servirlo cómo y dónde Él quiera, para que esa vida que Él mismo creó, formó y eligió, algún día pueda consagrarla a Él totalmente y para siempre.

Marcela, postulante del Monasterio de la Asunción