“Hubo un hombre de vida venerable, bendito por gracia y por nombre Benito, que desde su más tierna infancia tuvo la prudencia de un anciano”. Así comienza el Prólogo del Libro Segundo de los Diálogos, de San Gregorio Magno, único biógrafo de Benito.
San Benito nació hacia el año 480, en Nursia, ciudad al norte de Roma. Comenzó sus estudios en Roma pero su búsqueda interior le lleva pronto a retirarse a la soledad, “IGNORANTE A SABIENDAS Y SABIAMENTE INDOCTO” , como nos dice San Gregorio Magno. Vive una vida eremítica en Subiaco para más tarde organizar doce pequeños monasterios de vida común y pasar luego a Montecasino. Allí madura su proyecto y escribe su Regla.
Es allí en Montecasino que termina sus días en el año 547. El mismo predijo su muerte, y “seis días antes ordenó que abrieran su sepulcro. Pronto fue atacado por una fiebre cuyo ardor violento lo postraba. Como la enfermedad se agravara día a día, al sexto día se hizo llevar por los discípulos al oratorio. Allí se fortaleció para la partida con la recepción del Cuerpo y la Sangre del Señor. Apoyando su cuerpo debilitado en los brazos de sus discípulos, permaneció de pie con las manos levantadas hacia el cielo, y entre las palabras de la oración exhaló el último suspiro.” (cap XXXVII DEL Libro de los Diálogos)
Para la fiesta de este año, iluminamos el Evangelio con esta escena de su muerte, teniendo presente sus palabras casi finales de la Regla: “Nada absolutamente antepongan a Cristo, el cual nos lleve a todos juntamente a la vida eterna”.
Con los brazos extendidos, San Benito se entrega confiado a Dios Padre “como un niño en brazos de su madre”, sabiendo que el Señor lo recibirá en su Gloria. En nuestra profesión monástica, también nosotras nos abandonamos en los brazos del Señor cantando el “Suscipe”: Suscipe me, Domine, secúndum elóquium tuum, et vivam: et ne confúndas me ab expectatióne mea, que se traduce, recíbeme según tu promesa y viviré, Señor, no defraudes mi esperanza (Regla de San Benito 58, 21). Es con este espíritu que, como monjes, estamos llamados a vivir como Benito, poniendo a Jesús como centro de nuestras vidas, con nuestra mirada puesta en el cielo, confiando en la misericordia y en el amor del Señor, quien nos llevará algún día, “a todos juntos”, a cantar nuestro Suscipe final en la Vida Eterna con Él…